Con el advenimiento de los smartphones, ultimamente estoy asistiendo a un fenómeno curioso y enervante al mismo tiempo: La gente descuelga y se pone a hablar a grito pelado. Esto nunca ha sido nada novedoso. La falta de educación de esta sociedad no es algo que me sorprenda a estas alturas. Voy más allá, a la novedad que han traído los smartphones: la capacidad de poner el modo altavoz para el interlocutor. Con lo cual, tú y medio autobús (o vagón de tren o metro o similar) no tenéis más huevos que tragaros una conversación que ni viene a cuento ni interesa.
Es una falta de educación, se mire por donde se mire. No estoy hablando de que los espacios comunes sean como bibliotecas o lugares de culto o recogimiento, no. Es simplemente que ni yo ni nadie tiene que enterarse (verídico) de «en que balda del frigorífico están los canelones de ayer«. O, rizando el rizo, (verídico también) cuando tuve que compartir viaje en tren con una tronista de HMYV que volvía a casa después de grabar un programa y tenía que contarle a su amiga del alma «quefuertequefuertequefuertetía» lo ocurrido durante esa grabación.
No digo que no lo cuentes, solo que no es el sitio ni el lugar. Y está visto que asesinar con la mirada no funciona. He decidido combatir el fuego con el fuego: a partir de ahora, si alguien empieza una conversación de ese tipo (altavoces puestos y berridos dentro de un radio aproximado de 3 metros) soy capaz de sacar yo mi móvil y empezar una conversación ficticia con un amigote imaginario hablando de estupefacientes, secreciones corporales o heridas supurantes. O qué leches. TODO a la vez. Y que me mire como quiera.
Siempre pongo el mismo ejemplo. Y es que en mi nunca suficientemente recordado periplo japonés, veías a un nativo en el tren recibir una llamada de teléfono, ponerse rojo de vergüenza, descolgar, disculparse en un susurro inaudible con su interlocutor, colgar la llamada y levantarse de su asiento, pidiendo perdón al resto del vagón, para irse a la plataforma (puerta de acceso al vagón) y allí, llamar a quien ha colgado para hablar, en tono sosegado y sin alteraciones, con la persona a la que había colgado. Yo solo podía alucinar. Porque no fueron ni dos ni tres personas. (*) Les hubiese aplaudido. Y ahora, con la fauna local, lamento no haberlo hecho.
(*) Que los japoneses necesitan una inyección de alegría y de ganas de vivir no lo dudo. Pero que en educación social nos llevan eones de ventaja es de recibo comentarlo. Ellos necesitan un poco más de aquí y nosotros un poco más de allí.