Alguna vez han salido por aqui algunos recuerdos de mi etapa educativa como fueron los orígenes de mi tirria a los garbanzos y las descripciones de un compañero pelota y de la profesora de música que tuve. Pero no he hablado de la única vez que tuve ganas de matar a alguien. Y si no lo conseguí, fue por centímetros.
Situación temporal: Octavo de EGB. Treinta preadolescentes de 14 años metidos ocho horas en un aula dan como resultado una especie de caldera de presión. Además, para alimentar el fuego, experimentamos la compañía, por primera vez, de esos seres mitológicos de los que se hablaba en susurros para no convocarlos y no provocarlos: los repetidores.
En ese curso concreto, nos cayeron tres en nuestra clase: R, T y A. R era la típica chica ya desarrollada rodeada de auténticos gañanes descerebrados. Mantenía un aura de desprecio total hacia nosotros, aunque pensando seriamente, esa actitud era la de una mujer hecha y derecha que debía compartir mucho tiempo con niños y la única manera de lidiar con nosotros era establecer un límite: mis contactos con ella fueron escasos, pero saqué en claro que era una chica simpática a pesar de su distanciamiento y que, simplemente, su mala leche era debida a que no quería confraternizar con gente de una «generación» anterior tan inmadura.
Todo lo contrario que T. Un tio grande, tanto física como socialmente. Sus aires de superioridad desaparecieron muy pronto y se integró enseguida en las dinámicas de grupo. Evidentemente, si estaba repitiendo era por algo, pero no por ello era mal tipo. Al igual que R. Simplemente, reaccionaron de forma diferente a la enorme putada de tener que repetir curso.
Pero el crack del pack era A. Gilipollas de libro. Pretendidamente graciosete, pero que a mi, al menos, no hacía ni puta gracia. Y estamos hablando de antes del incidente. Esa clase de personas que no te conocen de nada, pero que por hacer la gracieta, te da una colleja en medio de una fiesta para no disculparse después y encima, tener el santo cuajo de decirte que «es que no sabes aguantar una broma» Y la colleja te la has comido tú. Ahora que lo recuerdo con perspectiva, me recuerda a Kearney Zzyzwicz, uno de los matones del colegio de Springfield en los Simpsons.
No sé si he establecido bien el marco. A lo que voy es que, mientras R y T mantuvieron el perfil bajo, a A se la pelaba todo. Y desde luego, el respeto de sus compañeros no estaba en las prioridades de su lista.
Ya he establecido los elementos externos de la ecuación, pero no sería justo no hablar de mi por aquella época: un chico tímido, retraído, con gafas, con un físico de niño que todavía no había pegado el estirón, que prefería no hacer/decir nada en vez de molestar y dar por culo: muy introvertido y, aunque sin problemas graves de integración, prefería estar solo que mal acompañado.
Al lío:
Sobre los tres cuartos de curso (marzo/abril), en uno de estos cambios de sitio a los que los profesores nos sometían sin consulta, mi pupitre se situó justo delante del de A. Y este, un día decidió probar una cosa: se inclinaba sobre mi y con los índices de ambas manos, apretaba mis costillas. La cosa es que, al pillarme sorprendido en una zona no acostumbrada a ninguna clase de contacto, mi reacción era pegar un bote. Instintivo.
Y esta reacción a A le hizo gracia. Tanto, que no supo cuando frenar. No recuerdo durante cuanto tiempo me estuvo torturando: no me gustaba el respingo por inesperado y le supliqué que dejase de hacerlo. Y se rió de mi en mi cara.
Hasta el día en el que soporté cuatro o cinco seguidas.
Sin inmutarme.
Hizo una más. Me giré y le dije, calmadamente, que por favor, no lo repitiese. Y me volví a poner en posición para seguir haciendo lo que estuviese haciendo. Probablemente, escribir alguna cosa.
Y lo volvió a hacer.
Me giré como una serpiente, en un movimiento repentino e inesperado, aprovechando el giro para extender el brazo izquierdo con el puño cerrado.
Totalmente caliente. Sin pensar. Reacción y reflejos puros. Furia. Ira. Y algo debió ver en mis ojos, porque el puñetazo falló por escasos centímetros, pero A tenía la expresión de la cara cambiada. No se lo esperaba y entendió al momento que, de tanto tensar, había roto la cuerda y que yo, en ese mismo y preciso momento, quería sangre.
Tanto, que tras ver como fallaba mi golpe, me desequilibré en la silla y ví que me caía. Pero estaba desconectado de la realidad. Así que, según me incorporé, aproveché para sujetarme a las patas delanteras de su mesa y la volqué hacia él, mientras aprovechaba para llamarle de todo. A él y a su madre.
Claro, todo esto en medio de una clase. Cuando, una vez tirado su pupitre, estaba a punto de saltar encima de A para acariciarle la cara, el berrido de la profesora y su «IGNACIO, VETE A LA CALLE!» me sorprendió. No tanto el berrido, sino como escuchar mi nombre. Eso fue lo que me detuvo: mi mente no podía procesar que fuese yo el castigado, cuando había sido sistemáticamente torturado. Miré a la profe y solo pude articular: «Pero si me estaba chinchando!»
La cara de la profesora era un poema: «QUE SALGAS!«.
Segundo calentón. Mi cerebro no podía entenderlo. Además, en los cinco segundos de mi conversación con la profesora, A recuperó la compostura y viendo que iba a quedar impune, se permitió incluso sonreírme, burlón.
Viendo cómo iba a acabar la cosa, respiré y valoré mis opciones. La calma aconsejaba salir. Pero la mirada de cachondeo de A me ponía de peor humor. No quería ponerme a discutir. Con toda mi dignidad intacta, en seis o siete zancadas me planté en la puerta del aula, la abrí, pasé y pegué tal portazo que temblaron los cimientos de la creación. Ya sé que no es elegante, pero fue la única manera que encontré de expresar mi descontento.
No tengo recuerdo de consecuencias concretas, más allá de que debieron llamar al orden a A, porque no volvió a pincharme. Creo recordar que nos movieron a extremos separados del aula y nunca más he vuelto a saber nada de él. Y ni ganas. Todavía tengo contacto con quien yo quiero, y esta anécdota me ha surgido de repente, únicamente para recordar mi momento de furia más extremo.