El desconocido se plantó ante el umbral. Justo a tiempo. La llovizna pellizcaba su cara y el fondo de truenos le había acompañado en las últimas horas del atardecer, en los últimos tramos de su ya largo peregrinar. Con todo, se permitió apoyarse un momento en el portal y echar la vista atrás. Los últimos rayos del sol solo conseguían potenciar el contraste entre unos pocos edificios de la aldea dominada por el torreón y la ominosa oscuridad preñada de relámpagos que cada vez se acercaba más y más.
El viajero se preguntó si realmente el destino merecía la pena. Tantos peligros y avatares del viaje solo por consultar a un desconocido. Ya era tarde y tendría que confiar en la hospitalidad y amabilidad del habitante de la torre. Y que respondiese a sus interrogantes. Suspiró, dió una última mirada al valle y a la tenebrosa noche que se acercaba implacablemente y se giró.
Más tarde no recordó haber golpeado siquiera la puerta, pero esta se entornó con un chirrido helador.
– «Mierda de banshee.» juró entre dientes.
Le habían hablado del habitante como un mago poderoso, de su maestría en mil y un hechizos, de que sus consejos movían fronteras y de sus videncias proféticas que señores y reyes buscaban. Al cruzar el umbral el viajero no pudo reprimir un escalofrío. Y con la fama legendaria que el hechicero había logrado, se preguntó por si volvería a salir. Con la cabeza y el corazón en su sitio, de ser posible.
Y allí estaba. Sentado en un sillón, enfrente de una mesa y con la chimenea ardiendo a su vera. La capucha ocultaba el rostro y la voz llenó la habitación.
– «Mierda de banshee. Bien, esa falta de educación te saca de los lameculos relamidos de las Órdenes de Hechicería. Y tu ropa no es tan buena ni tan uniforme como para servir a uno de los Reyes Viejos. No obstante, se te ve viajado, lo suficiente como para saber lo que es una banshee.»
El viajero se sonrió. No era la bienvenida esperada, pero el hecho de conservar la respiración ya era un hecho. Y que hubiese acertado con que no pertenezca a ninguna de las Órdenes de Hechicería. Despreciables magos mercenarios que ponen sus conocimientos al servicio del mejor postor. Y no mejora mucho la opinión que toda Hyperia posee de los sirvientes mágicos de los Milenarios. En el momento que iba responder una agudeza sobre un mago de la Orden del Agua, el mago continuó.
– «Claro que has llegado hasta aqui. Razonablemente entero y con la bolsa intacta. Tu ropa está sucia. Has viajado desde lejos. Mmmmm… Yo diría que eres un sirviente de uno de los Señores Libres. No llevas espada. Eres un mago también. Bien, ¿qué deseas?»
El viajero titubeó. El hecho de que el mago hubiese acertado completamente le hizo perder la compostura. El no haber cola delante del torreón del mago no implicaba que sus predicciones fuesen erroneas. Durante su niñez, y luego durante sus viajes, el desconocido había escuchado la leyenda del rey Dale, quien solicitó los servicios del mago y este le profetizó que, de proseguir en su campaña contra los Piratas Azules, el rey y su familia perecerían en menos de un año. El rey Dale se carcajeo en su cara e hizo que sus soldados sacasen al mago de la ciudad a rastras y puntapies. No pasaron tres lunas antes de que los Piratas Azules tendiesen una emboscada a una partida de caza del rey en la que este pereció. La reina, con la esperanza de que el mago rehiciese la profecía, bañó en oro el cráneo del rey y se lo envió al mago como presente. Pasaron otras siete lunes y todos los clanes de los Piratas Azules atacaron la capital del reino de Dale y la reina y sus hijas fueron violadas y masacradas. Y no precisamente en ese orden.
Y allí estaba el cráneo, encima de la mesa. Las cuencas de los ojos rellenadas con dos rubíes como ciruelas recogían el fuego de la chimenea y lo multiplicaban hasta formar una mirada demoniaca. No era fácil desviar la vista de semejante punto de fuga, pero el viajero lo intentó.
– «Soy un mago al servicio de los Señores Libres de las montañas Llameantes. He viajado mucho, soy oriundo de los Bajios del Húmedo. Mi cometido principal es mantener el puesto de avanzada en las Llanuras Eternas.»
– «Apasionante.»
– «No lo parece. No lo es.»
– «Bien, el sarcasmo te mantiene cuerdo.»
– «Necesito tu consejo. Y eso no es sarcasmo.»
– «He servido a reyes. He aconsejado a dioses. Los bardos recorren Hyperia cantando mis leyendas. Tengo más de lo que necesito y todo lo que quiero. Todo el mundo conoce mi nombre. ¿Qué puedes ofrecerme a cambio de mi consejo?»
El viajero no respondió inmediatamente. Lo que el hechicero decía era totalmente cierto. El maestro de su maestro ya conocía hazañas del hechicero. Durante la época que el viajero pasó dentro de la Orden del Aire, dichas leyendas circulaban a media voz entre los miembros de su mismo rango. Y si no se contaban en voz alta, era porque el hechicero estaba marcado como enemigo jurado. Para las cuatro Órdenes. Con tanto oro como recompensa por su cabeza que se cuenta que se vació una montaña para almacenarlo y quien consiguiese acabar con él, recibiría la llave de la cámara de los Dioses. Solo probaron 4 personas. Y el cuarto, un experto arquero elfo, lo intentó porque no había escuchado lo que ocurrió con el tercero, el bárbaro de la lejana Boweria. La Balada de los Cuatro Locos. Cualquier bardo en cualquier taberna te la cantaba por medio cobre. Ni siquiera los Milenarios, con toda su sabiduría acumulada tras siglos y siglos de existencia, osaban ya siquiera perturbar la paz y el retiro del hechicero. Ellos más que nadie saben de la necesidad de no molestar a alguien a quien más adelante se pueda necesitar. Y Los Milenarios tampoco son conocidos precisamente por su piedad.
– «Nada.»
La carcajada retumbó en la habitación.
– «Por las petreas pelotas del Rey Loco que tienes valor, desconocido. Ahora queda comprobar si es valor real o locura. Acerca otra silla y cuenta tu historia.»
El viajero, con los ojos ya acostumbrados a la oscuridad, localizó otra silla y la acercó a la mesa. El intervalo de silencio en la conversación solo se veía cortado por la tormenta en el exterior, ya totalmente desatada, cuyos truenos ni siquiera los gruesos muros de piedra eran capaces de aislar. El hechicero se retiró la capucha y reveló un rostro duro, acerado, tallado en piedra. Ni joven ni viejo. Donde cada arruga contaba una historia. Y ese libro era muy extenso.
– «Mis rodillas ya no son lo que eran. Si la lluvia se extiende cuatro días, las articulaciones se me resienten. Y no tienes idea de lo que cuesta conseguir bálsamo de caribú moteado en estos lugares. Me ibas a contar tu historia.»
Y el viajero, cada vez más confiado, le contó su historia. Su niñez en los astilleros de los Bajíos del Húmedo, al norte, sus primeras aventuras y aprendizaje de los rudimentos de la magia bajo la tutela de Cury el Manco, la pelea con su maestro por la impaciencia de la juventud y la posterior fuga a la ciudad de Hiboria, sede principal de la Orden de Hechicería del Aire, donde obtuvo toda la formación que su maestro le negó. En este punto de la historia el hechicero aceró su mirada. Era historia conocida su enfrentamiento con todas las Órdenes de Hechicería, pero las malas lenguas de Hyperia (y eran muchas, tantas como bardos) aseguraban que quien inició la persecución fue, precisamente, la Orden del Aire. Y el resto de Órdenes solo siguieron a los Hiboreos por simple interés, para cobrarse favores similares en el futuro. «Todos tenemos enemigos. Asegurate que el tuyo también es el de otro» aseveraba el adagio.
Las horas fueron pasando. Y con ellas la historia del viajero: La tardía reconciliación con su maestro antes de su muerte y la posterior expulsión de la Orden por contactar con un mago independiente sin conocimiento de los Hermanos Superiores. Sus periplos por ambos confines del mundo: Al este, las asombrosas y verticalísimas edificaciones de O’zko y sus mudos habitantes, solo concentrados en su vida. Al oeste, la paz y la serenidad de los bosques preñados de banshees del reino de Pon’o. Las mil y una labores, ninguna digna de leyendas ni fortunas, que hasta el momento, le habían permitido sobrevivir sin volver a recurrir al trabajo sucio y mercenario que siempre existe en las Órdenes o para los Reyes Viejos.
– «Hace como tres años, un agente de los Señores Libres se me aproximó en un tugurio de mala muerte que frecuentaba cuando mi último encargo fracasó. Andaba desesperado porque el trabajo que acabó tan mal era escoltar una caravana a través del desierto de Isinar como mago de reserva, con otro mago libre simultaneando su rol de liderazgo con otra misión. El caso es que tras una teleportación bastante desastrosa, la mitad del otro mago que conseguimos salvar dijo que no estaba para trotes y se volvía a su tierra natal a cuidar de sus posesiones y me dejó a mi al cargo. Y el puesto me vino demasiado grande. No estaba preparado: gusanos de arena con cristal resistente a la magia por piel, bandoleros shnkai, los gigantes… el líder de la caravana me sacó a patadas de allí en el primer oasis gritando que jamás volvería a trabajar para él.»
– «¿Un trabajo como mago de reserva? Eso no es muy común.»
– «El comerciante tampoco era muy común. Con más enemigos que ratas en el Húmedo. Más de un asesino ha intentado acabar con él. Y tanto el asesino como quien lo enviaba morían de la misma manera: Ahogados a la vez que les atravesaban el corazón con un puñal ricamente enjoyado. El comerciante opinaba que ya que decidía poner fin a esas existencias, debía pagar el funeral. Un tipo raro y peligroso. Peligrosísimo. No he querido saber nada de él ni cruzarme de nuevo en su camino.»
– «¿Cómo te ganas la vida ahora?»
– «Nada de hazañas ni peleas legendarias contra dragones o héroes mitológicos. Lo intenté una vez, salí con vida y sé que me supera. Ya solo aspiro a conseguir una vida tranquila. Como he dicho antes, un agente de los Señores Libres me comentó que habría un puesto de avanzada en las Llanuras Eternas que necesitaba servicios mágicos. No veía mal la posibilidad de establecerme en un sitio donde todo fuese tranquilo y las tareas estuviesen establecidas. Pero…»
– «Siempre hay un pero.»
El viajero no contestó inmediatamente. Cuando inició su peregrinación, todo tenía sentido. Ir, preguntar, escuchar, volver. Pero cuanto más avanzaba en su historia, más crecía en su interior la sensación de que el hechicero no querría aconsejarle en un tema tan banal. Como él mismo había dicho, reyes y dioses habían iniciado guerras o habían establecido lazos de paz con un simple susurro de la persona que ahora le miraba fijamente, como examinando su alma. Y tenía la sensación de estar haciendo perder el tiempo a semejante ser de poder absoluto.
– «Adelante, muchacho. Continua tu historia… De haber querido acabar contigo ni siquiera hubieses llegado a ver este torreón. Estoy disfrutando de tu historia y de tu compañía. El lado malo de ser temido es que no te hace muy popular. Ni en tus fiestas ni en las ajenas. Bebe, amigo.»
El viajero no llegó a ver ni como ni de donde aparecieron las copas y la botella delante de ellos, pero ahí estaban. El vino era el mejor licor que nunca jamas probaron sus labios y, con la decisión etílica de la segunda copa, tras ver la afirmación afable en los ojos del hechicero, prosiguió su relato.
– «El caso es que las tareas mágicas en el puesto son las típicas: la clásica casa torre para mí, curaciones, detección de enemigos… pero todo empezó a girar en todo a mi: instalación del foso, elevación del muro por medios normales y no mágicos, filtraciones de humedades, escolta de partidas de exploración… Todo venía a mi cuenta. Toda mi atención se centra en las tareas diarias. No tengo ni un momento para preparar ninguna tarea o asistencia a quien me lo requiera. Todo pasa por soluciones manuales. No confío nada en las habilidades mágicas de ninguno de los mercenarios que pasan por el puesto, bien para quedarse o bien para salir a explorar. Con lo cual, por ejemplo, durante la época de batidas, raro es el día que no realizo dos teleportaciones: una de vuelta al puesto, porque alquien ha tocado algo que no debía y otra hacia la caravana, para que no tengan un problema mágico.»
El hechicero abrió los ojos.
– «¿Dos teleportaciones al día, muchacho?»
– «Incluso tres o cuatro.»
– «La época de batidas en las Llanuras Eternas es larga. Tres meses, casi cuatro. ¿Sin descansar?»
– «En efecto. Ocasionalmente me encierro en la torre, pero por estar harto. Al día siguiente debo volver al baile. Pero lo habitual es lo que he contado.»
El mago no respondió inmediatamente. Tamborileó con los dedos sobre la mesa. Súbitamente se detuvo, restregó los hombros contra el sillón y se escurrió mientras se frotaba el puente de la nariz.
– «Tu empleador es Bralitor el Fuerte, señor del Sauce. Sirves bajo las órdenes directas de Torel el Cojo, su lugarteniente. No, no digas nada. Déjame acabar. Las preguntas despues. Yo fuí quien indicó a tus señores la conveniencia de establecer un puesto de avanzada en las Llanuras Eternas. Tierras salvajes e indómitas, como ya conoces, pero que harán muy rico a quien consiga abrir una o dos rutas comerciales entre Hyborea (nunca una ramera tuvo tanta camada para formar ninguna ciudad igual), Ramprea, Lungia y el resto de ciudades de los Señores Libres. Vi la oportunidad y pensé que nadie peor que un Señor Libre para que aprovechase la oportunidad. No desde luego uno de los Vejestorios.»
El viajero no pudo reprimir un escalofrío. La reputación de los Reyes Viejos no era mejor que la del hechicero. Leyendas acerca de torturas tan horribles que lo único que quedaba de un bárbaro hecho y derecho era un saco tembloroso de pellejo y huesos. Mentes ofuscadas en un estado peor que la muerte. Y escuchar semejante desprecio tan directo… no pudo reprimir una breve oración a los dioses, para que los Reyes Viejos no se enterasen del pequeño concilio que estaban teniendo.
-«Anímate, chico. Verás. Mientras escondo nuestra pequeña aventurilla en las Llanuras en una mano, con la otra he mostrado a los Milenarios los tejemanejes de la Orden del Fuego en Saurri’t. Que, como todos sabemos, está en las puertas de Tol’Kaut. Y ahora mismo, cuatro de los cinco vejestorios están cortando gargantas y almas a todos estirados Saurri’teros. Con lo que están entretenidos. Y durante bastante tiempo. Es lo que tiene ser inmortal. Rencorosos, pacientes y con tiempo para saldar todas sus deudas.»
– «Espero que nunca se enteren de los términos de esta conversación.»
– «Tienen otras cosas más gordas de las que preocuparse. La Orden del Agua está acumulando efectivos en la puerta trasera del reino de los Milenarios. Cuando se lo indique, la batalla será recordada en años venideros.»
El joven no pudo dejar de maravillarse ante la serenidad y aplomo del hechicero. Empezaba a comprender que la leyenda del mago no se basaba tan solo en el ejercicio del poder, sino en el prodigioso intelecto que le permitía considerar Hyperia un tablero de moskul. Y los reyes, ejércitos y demás habitantes, son sus piezas. Con un mínimo de albedrío, pero nunca el suficiente como para cambiar el tablero o las normas sin que el hechicero lo permitiese.
– «Bien, considera ahora todo el vértigo que me está dando todo esto. Soy un simple mago en un simple puesto de avanzada en una de las regiones más peligrosas de Hyperia. Todas estas historias de reyes y hechiceros con ejércitos y poderes casi divinos me supera. Con mucho. No reconozco mi sitio dentro de semejante embrollo.»
– «A eso iba. Te cuento todo esto para que veas que tu historia, que puede parecerte banal, es parte de algo más grande que lleva en movimiento más tiempo del que crees. Déjame acabar.»
– «Continue, mis disculpas.»
– «Tutéame, por favor. Yo lo estoy haciendo contigo. Como comprenderás, en el Fuerte del Sauce no se encuentran las únicas cabezas con un mínimo de seso de entre todos los Señores Libres. Otros muchos están intentando domesticar las Llanuras, pero nadie ha conseguido tanto como vosotros. Tú mismo y los mercenarios habéis hecho un gran trabajo y desde luego, quiero felicitaros por ello.»
El viajero no pudo dejar de sentir una punzada de orgullo.
– «Gracias. Viniendo de tí, esto supone un gran honor.»
– «Ahora vamos con las malas noticias. Y por desgracia, también te supone una perspectiva a la que no estás habituado. Bralitor y Torel también han visto que lo que están haciendo está saliendo muy bien. Si, a pesar de que tú pienses otra cosa. Y en sus últimos movimientos, han contactado con los clanes de las ciudades Oscuras. Y lo que es peor, con Sarunes.»
La habitación, cálida y acogedora hasta el momento, por un instante se congeló. Sarunes, la Sacerdotisa de los Mil Rostros. Enemiga de todo Hyperia. Alimentada por la destrucción y el caos. La guerra era su vida. La muerte, su entretenimiento. Ejércitos de esclavos habían sido masacrados con un simple pestañeo y las hecatombes y sacrificios humanos eran el día a día en los Pozos Negros, la ciudad principal de los Oscuros. Si el hechicero que tenía delante era respetado y temido, por ese orden, Sarunes era temida y odiada. En ese orden también. El viajero, por un momento, enfocó su mirada en el vaso y recuperó la compostura. No eran grandes noticias. Intentó formular la pregunta que le venía a la cabeza, pero de repente tenía la boca seca. Apuró el resto de la copa de un trago y reunió el valor necesario para preguntar. El hechicero se adelantó, con una sonrisa socarrona entre los labios:
– «No está mal. Otro se hubiese desmayado a estas alturas.»
– «¿Qué puede buscar la Sacerdotisa con los Señores Libres?»
– «Buena pregunta. Tu instinto no te falla. Pues es muy fácil. Si yo, modestamente, patrocino una ruta comercial que beneficie a todos, la puta de las mil caras busca una vía rápida a los puertos del Este para meter un ejército de muertos en vida por el ojete de todo Rey o señor a este lado de Hyperia. Bralitor y Torel se han crecido con el éxito de su avanzada y han vendido a Sarunes un éxito similar. Ahora mismo, el Fuerte del Sauce está montando otro puesto de avanzada sobre la ruta noroeste que reconocisteis hace tres años.»
El viajero se quedó momentaneamente en blanco con la boca abierta.
– «Abandonamos la ruta noroeste porque se acercaba peligrosamente a las cienagas de Chanoshder…»
– «Cuyas tribus oriundas ha prometido fidelidad y paso seguro con guías nativos a todo servidor de Pozos Negros.»
En ese momento el trueno fue el más fuerte hasta el momento. Oportuno, pensó el viajero con la sangre aún helada por la revelación. La tormenta exterior no era nada comparado con el huracán desatado en su mente. Todas las implicaciones a futuro de su avanzada eran pésimas. No se le ocurría ningún escenario donde su hogar de los últimos años no fuese arrasado. Todos los habitantes, todos los rincones… por un momento no vió un porvenir. A no ser…
– «¿Qué piensas, muchacho?»
– «Solo se me ocurren dos soluciones: la primera es suplicar a Torel y a Bralitor que abandonen este plan. »
– «Olvídate de eso. Es Torel en persona quien ha negociado los términos directamente con Sarunes. Y a Bralitor se le han pasado todos los escrúpulos en cuanto empezaron a sonar las monedas de oro sobre la mesa. No es fácil ni barato mantener el Sauce ni la posición dentro del consejo de Señores Libres. Y no es de dominio público, pero acceder al Salón de Armas no es un camino de rosas. Alguno se ha abierto paso pagando a tanto la puñalada.»
– «Entonces plantar cara.»
– «No, chico. Ni siquiera yo me metería en ese fregado. Al mínimo indicio de resistencia, Sarunes hará de tu trocito de mundo el ejemplo del día a mostrar al resto de Hyperia. Y no se te ocurra levantar un muro de protección mágica ni hechizos de ocultación. Vivirás bien durante una temporada. Pero al cabo de un tiempo, alguien cometerá un error. O un explorador o un mercenario del ejercito negro tendrá ganas de mear y se saldrá del camino. O uno de sus wargos olfateará un olor que no corresponde a las Llanuras.»
El viajero se echó las manos a la cabeza. Todo su mundo se estaba derrumbando a ojos vista. De ser otro su interlocutor hubiese podido recuperar la confianza, ponerse altanero incluso. Pero cada vez que miraba al frente y contemplaba con miedo como el cráneo del rey Dale le devolvía la mirada no quedaba más pensamiento en su mente que el del destino de un hombre y su familia que despreció el consejo de la persona situada enfrente de él.
– «¿Entonces qué me queda?»
– «Hay una tercera opción. No te va a gustar. No te va a gustar porque eres leal. Lo entiendo y lo respeto. Pero las decisiones de tus señores te ponen en mitad del camino de un dragón recién levantado y con resaca. Has venido con tu historia de tareas e implicación en tu trocito de tierra. Quieres mi consejo. Bien, este es. Lamentablemente, quieras o no, vas a tener que mantener esa avanzada. Huir es una opción, pero dejarías atrás a gente y lugares que han crecido contigo. No te veo en esa tesitura. Eres leal. A tí mismo y a tus amigos. Y no lo vas a hacer. Te propongo una cosa. Voy a hablar con Bralitor y Torel para que te liberen de tu compromiso con ellos y no te pidan vasallaje. Ese puesto se convertirá en un bastión de Los Señores Libres. Yo mismo patrocinaré tu posición en el Salón de las Armas. Pero has de ver más allá. Te quejas de que debes actuar como señor siendo mago. Si aceptas nuestro pequeño plan, deberás ser directamente señor. Y dejar las tareas mágicas en segundo plano.»
– «Pero….»
El hechicero levantó la mano.
– «Dejame terminar. No te estoy haciendo ningún regalo. Te estoy dando la oportunidad de negociar con las fuerzas de Sarunes en tu nombre y en el de tu trocito de tierra. La posición en el consejo es para darte el respaldo de los Señores Libres en caso de que las cosas se embrollen de verdad. Y eso sería algo que Sarunes debería valorar: todos los Señores Libres unidos plantando batalla a un único enemigo y no entre sí es algo que Hyperia nunca ha contemplado a lo largo de las eras. Todos los mercenarios y los soldados de las Marcas y los Fuertes bajo única bandera. Con los Cinco Compañeros al frente de una legión formada por todos los magos libres que sirven en la región. Casi deseo que las cosas se líen. Hace tiempo que no disfruto de una batalla digna de tal nombre.»
El viajero se quedó taciturno. Jugueteó con su copa.
– «No soy un señor.»
– «Tampoco lo has probado. Simplemente sería aplicar un poco de sentido común a las tareas que ya has ido realizando.»
– «¿Y la magia? Sabes que si no se practica, se pierde. Y es lo que domino y controlo…»
– «Rodeate de gente válida en la que puedas confiar. Magos, mercenarios, mayordomos… La magia quedará en segundo plano. Practicala para tí, pero paga como quisieras que te pagasen a tí por tus servicios. El primer señor de un asentamiento siempre se recuerda, tanto para bien como para mal. Es todo lo que puedo decirte. »
– «Pero…»
– «Este es el último pero que te permito. ¿Qué puedes perder? ¿La vida? Muchacho, lo que te viene encima de seguir tal y como hasta ahora es peor que la muerte. No hay peor sensación que la de que los vivos envidien a los muertos. Con los Señores, con los Milenarios, incluso con los perros de las Órdenes de Hechicería se puede negociar, sobornar, trampear e incluso, matar. Con Sarune no hay opciones. Toma lo que quiere. El resto muere.»
– «No puedo hacerme cargo de otras personas.»
– «Chico, la gente no es tonta. Si ven que flaqueas, no eres firme o tomas malas decisiones que les afectan, con las mismas se irán. Como te has ido tú de otros sitios. Como todo el mundo que tome alguna decisión. Hay que vivir con las consecuencias. Ganatelos primero con el oro. El respeto vendrá después. Tienes mi apoyo y decisión. Solo necesitas creertelo.»
Y el viajero, con el eco de esas últimas palabras retumbando en su mente, pestañeó un momento. Al volver a abrir los ojos se encontró de nuevo en su torre. Observando el conocido pero inexplorado infinito espacio de las Llanuras Eternas desde la altura. Por un momento, sorprendido de encontrarse de nuevo en casa, creyó que lo sucedido había sido un sueño. Pero, tras elevar la vista un momento para contemplar el viejo emblema del Sauce ondeando sobre el puesto, comprendió que su camino estaba trazado.
En el mástil ondeaba una enseña con una calavera dorada con ojos de fuego.
Y el viajero sonrió por primera vez en mucho tiempo.