Al hilo de lo que escribí en la última entrada, llevo cosa de tres meses con la vida laboral bastante alterada. Ya no es que sea más o menos ocupada, como la de todo el mundo. Estos tres meses están siendo un cúmulo de acciones, decisiones, problemas y resolución de los mismos que solo llevan un destino: todos a mi. A poder ser, todo urgente, todo prioritario y, dependiendo de la persona, de malas o peores maneras.

Y me está afectando. Casi todo lo que se me pide me viene en el peor momento. Casi todo el mundo lo quiere urgentemente. Intento ser resolutivo, eficaz y rápido. Anticiparme en la medida de lo posible, intentar estar al tanto de noticias tecnológicas y generales y trastear lo que pueda en tecnologías que me pueden apoyar en mi trabajo. Bueno, pues de esas tres cosas, desde finales de julio no he podido estar haciendo nada de eso con la regularidad deseada. Con lo cual me estoy autoencabronando (alguno diría que amargando y tampoco le corregiría) y me estoy poniendo de bastante mal humor en general.

Siempre he mantenido que se debe trabajar para vivir y no vivir para trabajar. Tengo la suerte de estar metido en una empresa a la que no le falta trabajo y que, aunque debo facturar como autónomo, tengo la seguridad de que el chiringo no va a cerrar mañana. Es decir, tengo cierta seguridad laboral. Y eso es un lujo que muchos autonomos no pueden decir que posean y que viven para trabajar. Me siento valorado. Desde luego que esto no es un bolero de mis desgracias y en esta empresa, como en todas las demás, nadie está para dorar la pildora a nadie todos los días.

Es simplemente que, dependiendo quien -y como se- me pidan las cosas, a veces reprimo el juramento y otras lo suelto a grito pelado. Porque es eso, demostrar mi mosqueo o volverme loco.

Más aún.