No lo voy a negar. Aun comiendo todo todo todo lo que se me ponga por delante, existe un plato que no soy capaz de comer por mucha hambre que tenga. Fobia infantil, qué le vamos a hacer. Y sé que no viene a cuento y que hay personas que realizarán el planto estupenda y maravillosamente, pero que yo, incluso en caso extremo de vida o muerte, soy incapaz de tragar.
Imaginemos la situación. El pequeño MaY, con los mocos babeando en primero de EGB recibe, de parte del alto mando (aka padres) la orden de quedarse a comer en el comedor del colegio. Las cosas como son. Para la manada de críos. prepúberes y adolescentes que recibían comida en tres turnos diferenciados, los menús, en un 90% estaban muy bien. Y reconozco el mérito de las cocineras para realizar tanta comida y que algunos platos, incluso, estuviesen increibles y que todavía sea capaz de recordarlos: las albóndigas con tomate, el jamón con queso, escalopes…
Donde había más problema era con el primer plato. Y principalmente, las legumbres. Los días en los que había cocido de primer plato se nos desataba el ingenio y la picaresca para escaquearnos de comer lentejas, garbanzos, alubias rojas o blancas… Desmontar los panecillos hasta la mitad para rellenarlos con el plato y volver a tapar el agujerito con el pan retirado, aplastar los platos llenos en torres del resto de la mesa, volcar la comida entre los radiadores y, los más osados, acercarse al cubo de la basura, con todos sus huevos, y vaciar directamente el plato. Los cuidadores esos días estaban muy al loro y al menor indicio-sospecha-sombra de trampa, te cascaban otro plato de lo mismo. Y todavía tenías que dar gracias porque todavía no te hacían comerte el resultado de tu intento de librarte del primero.
Una de estos cuidadores -parte fundamental de la historia que voy a contaros- era especialmente despiadada en el aspecto que nos ocupa. Ya no solo en el castigo a los que pretendían librarse de ese primer plato, si no, que incluso, si te veía remolonear -sintoma inequívoco de que el plato en cuestión no te entusiasmaba- tenía solución drástica para ello. Vaya por delante que, de todos los platos disponibles, yo comía decentemente bien casi todos, excepto…. los garbanzos.
Ya digo que tiene su mérito cocinar para tanto gañán. Pero los platos de cocido tenían un problema, y era que se preparaban pronto, demasiado pronto para ciertos turnos de comida. Y entonces, por ejemplo, algo así como 500 raciones de alubias blancas preparadas a las once, para las dos de la tarde no estaban muy para allá. Nuestra teoría era que los ablandaban con agua fría para, acto seguido, mezclarlos con el resto de ingredientes en una hormigonera, pasarlos por el microondas y servirlos calientes. Con los garbanzos, lo mismo. Pero de tal manera que la gente los usaba como ocasioonal proyectil… y pobre de quien recibiese el impacto. Pero vamos, que las alubias y demás, no me entusiasmaban, pero las comía sin demasiado aspaviento.
El día que nos ocupa, con garbanzos de primero, tuve la enorme suerte de que me tocase un plato compuesto UNICAMENTE de ese pellejito transparente que envuelve al garbanzos y salsa. Nada de garbanzos como tal. Y claro, empecé a jugar con la cuchara, porque prefería mil veces pasar el rato antes que probar algo TAN jodidamente soso con una pinta TAN asquerosa. Y en esas andaba cuando apareció esa cuidadora que he nombrado anteriormente. Conocida por todos por «La Chilena», la tía era una señora con cuarenta años bien cumplidos a la que nadie vió sonreír. Como profesora de primaria (1º y 2º de EGB) debía ser un sol, o eso me han contado. Pero el ponerse la bata de cuidadora de comedor le debía afectar como a Rambo la cinta roja en el pelo.
Decía que estaba yo jugueteando con la cuchara cuando la señora esta fijó en mi su mirada. Hay que reconocer que la técnica estaba depuradísima. Sin hacerse notar demasiado, la señora salía de tu campo visual y silenciosamente, cual jaguar amazónico, se te acercaba por detrás. Efectivamente, aquel día la técnica volvió a funcionar. Yo sólo sentí cómo una tenaza de acero me cogía de la mandíbula a la vez que la cuchara desaparecía de mi mano derecha, para aparecer delante de mi nariz rezumando pellejos de garbanzos.
Tal fue mi sorpresa que esa cucharada entró hasta la boca del estómago. Tres segundos después, vino una segunda con más contenido si era posible. Yo no sabía si llorar, vomitar o respirar.
«¡Abre!» dijo la señora.
«MMGSHFXS!!» fue mi única respuesta posible, porque realmente no podía hablar, tenía la boca llena y aquella pasta infecta era imposible de tragar.
«¡¡ABRE!!» repitió, con la segunda cucharada pugnando por entrar entre mis labios sellados Ahí fue cuando ví la utilidad de la pinza bajo mi barbilla. La señora, con su mano izquierda, evitaba que moviese la cabeza para esquivar la trayectoria de la cuchara manejada por su mano derecha, que, poco a poco se iba abriendo camino entre mis labios. Finalmente, la cuchara llegó a un punto en el que era más cómodo abrir la boca que seguir resistiendo. Y el contenido de mi boca se duplicó.
Y ahí fue cuando vino la arcada. La señora, que lo esperaba, (ahora que lo pienso, ni un inquisidor del medievo podría estar más orgulloso de su técnica) reforzó la llave sobre mi boca y provocó que lo que pugnaba por salir, se detuviese donde fuese y que el siguiente movimiento reflejo fuese el de tragar.
Fue en ese momento cuando me soltó. Yo, todavía sorpendido, lloroso, medio axfisiado, boqueando, y con la cara sucia de salsa de garbanzos, solo pensaba en la posibilidad de una segunda náusea. Y lo que era peor, la posibilidad de añadir mi nombre a la leyenda urbana que decía que La Chilena había hecho comer a un alumno su propio vómito. En estas estaba, acojonadito de miedo, cuando vi una tercera cucharada, colmada, acercandose a mi nariz. Y en la aplastante lógica infantil de que «si te resistes será peor«, no me quedó otra que abrir la boca sumisamente y aceptar el contenido de la cuchara. La señora, tras asegurarse de que mi ritmo de deglución era el adecuado y de que el plato estuviese vacío, se dió media vuelta y siguió con su ronda, buscando un nuevo objetivo al que putear.
Desde entonces no soy capaz de comer garbanzos. Lo siento. Es superior a mi. Es recordar ese momento malo y quitarseme las ganas de todo. Ahora es cuando alguno dirá «Eh, tio! Si esta historieta fue en primero de EGB, tu no te cambiaste de colegio nunca…. y si siempre comiste en comedor, y visto lo que hacían cuando no querían comer…. ¿cómo te lo montabas cuando había garbanzos?» Pues es una buena pregunta que tiene una gran respuesta. En las inmortales palabras del doctor Hannibal Lecter, quid pro quo. Ya digo que yo tenía buen comer, excepto para este plato en concreto. Un conocido mío, Zigor Goikuría (Hola Tibu!) daba la casualidad que sí que le gustaban los garbanzos y otros platos no, justo al revés que a mí. Los cuidadores estaban atentos a las jugarretas que intentabamos hacer sobre la basura y similares, pero descuidaban lo que ocurría en las mesas. En el caso de los garbanzos, Tibu se zampaba los suyos y cambiamos su plato vacío por el mío, con lo cual, había dos personas y dos platos vacíos. El resultado era identico a que cada cual se hubiese comido el suyo. Y así desde tercero hasta que abandoné el colegio.
8D
Yo no como pescado. Me asquea. A todos nos pasa con alguna u otra cosa.