He tenido puente raro. Debido a circunstancias ajenas, la semana pasada me tomé martes, miercoles y jueves de fiesta y me perdí un rato por las tierras castellanas. Pero currando lunes y viernes, que es lo raro. Raro porque gran parte de la oficina estaba vacía e incluso pude dedicarme a cosas que en otros momentos no hubiese podido, como formatear y volver a preparar un pc mientras su usuario habitual se encontraba perdido también por ahí.
Vamos, que no me he aburrido. Un puente de amigos, risas, algo de fiesta, comidas, turismo y frío. Pero es lo que tiene un puente en diciembre. El jueves llegué a mi casa, me dejé las pestañas en el MW3 (prometo crítica) y el viernes, sin presión, me levanté y fuí al curro. Cosa curiosa: Pensando que llegaría bien salí de casa más temprano que de costumbre y encontré que al llegar a la ofi, el aparcamiento estaba lo que viene a ser petado. Así que tuve que aparcar donde siempre. Y llegar al curro a la hora de siempre.
El fin de semana supuso un cambio en mis costumbres habituales. Si tengo que moverme, suelo coger el coche. Pero esta vez, anticipandome a lo que pensé que sería la madre de todos los pollacos a la entrada de Madrid el domingo a la vuelta, se me ocurrió coger un billete de tren y aparcar el coche relativamente cerca de la estación. Y en buena hora.
El tren de ida no salía hasta dos horas después de haber cogido el billete (enlacepalaoreja!) y cuando subí, supe que no iba a ser un viaje cómodo. Una marabunta de seis, siete críos decidieron hacer de los pasillos del tren su patio de recreo particular. Y antes de que salte el «te quejas de tonterías» que puede venirte a la mente, amigo lector, he de decir que hubo gente con ganas de sacar la motosierra antes que yo. Y la culpa, de las madres. Digamos que los nenes tuvieron una primera parte del viaje soportable (teniendo en cuenta lo que vino despues), luego vino la fase de carreras por el pasillo y por último, descubrieron el baño del vagón y a todos les entraron ganas de mear. Haciendo cola, chillando y berreando. Yo, sin batería en el iPod. Y las madres, a su pedo. En mis tiempos (voz del abuelo Simpson) mi madre ya hubiese empleado el recurso Nike (a.k.a. Zapatilla) para que me quedase formalito.
Pero es que la vuelta fue algo de escándalo. Gracias a mi previsión, saqué un billete de vuelta con plaza reservada. Monto y me encuentro mi sitio ocupado. Como el resto del vagón. Bueno, no pasa nada, el de al lado está libre. Es de noche y ver o dejar de ver el paisaje no me importa demasiado, la verdad. Observo los libros que el maromo tiene sobre la mesita. Si la biblia ya me empieza a dar miedo, el folleto sobre un encuentro cristiano con los títulos en rumano ya termina de acojonarme del todo. Genial. Y de repente, lo noto. El tío se ha zurrado.
Y bien, además. Boqueo en busca de algo de aire fresco. No lo consigo. Meto la nariz en el polar, esperando que mi colonia enmascare el olor pútrido. Las chicas de delante también lo han notado. Vamos, ellas y todo el vagón. Me centro en mi partida de solitario y en los Maiden sonando a toda pastilla en los cascos. La mejor idea del finde: Cargar el iPod. Levanto la cabeza y veo como el revisor se aproxima. Saco mi billete, espero y se lo doy cuando llega a mi altura. El hombre lo mira un segundito y me lo devuelve. De repente, en mi campo visual aparece un billete de 10 leros y escucho a mi vecino pedir un billete. Ahora ya no tengo miedo. Lo que tengo es cabreo. El maromo ha llegado a su estación, se ha subido al tren y se ha sentado en el primer sitio que ha visto. Casualmente, el mio. Reservado.
Y estos pensamientos fraternales de amor y de amistad andaban rondando mi cabeza cuando el tío se vuelve a zurrar. Y mis ganas de matar aumentando.
Me lo pensaré bastante antes de volver a coger otro tren.
Pues a mi me gusta coger el tren. Gilipollas hay en todos medios de locomoción, pero el tren es el más cómodo y apacible de todos los que son públicos.