Hubiese jurado que iba a tener éxito. Ya se sabe. Viento a favor, condiciones propicias… que leches… hasta lo más importante, que era que yo me lo creyese, se cumplía. Y de pronto, boquiabierto, me encuentro con el resultado adverso. Sopapo en los morros. Jarro de agua fría. Decepción de libro. Más concretamente, una Biblia de Gutemberg, director’s cut caída encima de mí desde una altura equivalente a la tour Eiffel.
Solo tengo tiempo de retroceder, lamer mis heridas, pensar. Dar vueltas. Sé que con el paso del tiempo, me volveré a ver en la misma situación. Y tendré que tomar una decisión. Me intento convencer de que si esta vez no ha sido, será la siguiente. Confianza. Esa es la clave. Creer que la siguiente será la definitiva. Y mientras tanto, intentar seguir en las tareas menos elegantes que nos da la vida. El día a día. Tragar, sufrir, sudar.
Y sin pensarlo, de repente, te vuelves a encontrar en situación. De nuevo. Borras de tu memoria el intento anterior. No puedes permitirte ni el más mínimo atisbo de duda. Te vienes arriba de nuevo. Te lo crees. Todo ello en una milésima de segundo. Por dentro, repites el mantra «yo puedo, ahora si, esta es la buena» con la misma fé de un aprendiz en una lamasería perdida en las montañas tibetanas.
Y entonces es cuando veo como el balón es escupido por el aro mientras, 6.25 metros más atrás, jurando en arameo empiezo la carrera hacia la canasta que defiendo para que no nos pillen en contraataque.
Confianza. Esa perra ingrata. Cada vez que fallo un triple me acuerdo de ella.
Perra ingrata….