Soy de los que opina que los problemas deben quedarse en el ámbito en el que se forman. Evidentemente, si es una cosa seria, por supuesto que trasciende a otras dimensiones de tu vida y el trabajo es una de ellas. Lo entiendo y acepto. Pero otro de mis «grandes» -sarcasmo- recuerdos de mi etapa consultora en Bilbao eran las tensiones entre los dos jefes en una oficina minúscula.
Tengo la teoría personal de que si voy a compartir ocho horas diarias de mi vida con alguien, es mejor llevarse bien. Cumplir con tu trabajo, ser eficiente, diligente e intentar no detener el trabajo de nadie por no hacer el tuyo. Si además, das siempre los buenos días y sacas un rato para tomar un café (o comer) con el resto de los compis es mi receta para no tener lios. Los primeros días tanteas hasta donde puedes llegar de confianza y cachondeo y luego ya puedes soltar un chiste, chascarrillo o comentario divertido para que las horas pasen en buena sintonía. Pero sin pasarse tampoco, que más vale caer en gracia que creerse gracioso.
Bueno, esta ha sido mi tendencia personal desde que tengo uso de razón laboral. En la universidad, en zassh, en la consultora, dando clases, en mi desempeño actual… Pero nunca, nunca, nunca pude entender el mecanismo que regía los impulsos de mis jefes de Bilbao. Un bajo axfisiante, cuatro-cinco personas, miradas asesinas entre los dos jefes cuando había buen día entre los demás habitantes…. Cosa divertida, porque igual el día que tú tenías el nubarrón encima de tu cabeza, uno de ellos (el de función más comercial) igual te venía haciendo coñitas, que maldita la gracia que hace tener que tragarte las amenazas de cortarle el cuello y dejarme trabajar en paz.
Pero con quien no podía era con el otro. Mi directo superior. La única persona capaz de joderme el día a las ocho y media de la mañana con su email de tareas. Llamadme idiota, pero es que yo siempre salía de casa con una sonrisa. Cosa que se jodía, como he dicho, al abrir el correo al sentarme delante del ordenador, se animaba un poco a lo largo de la mañana mientras comentaba la vida con el otro currito, se volvía perfecta cuando salía a tomarme un café a las once con las chicas de la oficina de arriba, nos contabamos nuestras miserias y nos consolabamos y se volvía indiferencia (cuando no mala leche directamente) hasta la hora de salir.
Y más de una vez, mi señora madre, al verme llegar de malísima hostia a la hora de comer, me decía que debía buscarme otro puesto de trabajo, que me estaba afectando. Y lo mismo mis queridos compañeros de cervezas de Amigos PCi, quienes una vez a la semana o cada 15 días me veían y me llamaban de todo por seguir quemado y amargado. Y ese era mi problema. Que pensaba que al día siguiente algo cambiaría.
Así llegué hasta el día en el que decidí irme. Un día como otro cualquiera. En el que en el famoso email encontré una cosa que necesitaba explicación. No porque no supiese lo que se me pedía, sino porque lo que se me pedía me parecía, hablando mal y pronto, una soberana y profunda gilipollez. Y tras diez minutos de pegarme contra un muro al intentar entender qué le pasaba a mi jefe por la neurona, solo se me ocurrió decir:
Pues me parece una chorrada y no entiendo porqué debo hacerlo.
Pues lo vas a hacer por cojones.
Y algo se rompió. La gota que colmó el vaso. Agaché la cabeza, hice lo que se me pidió, salí del curro, llegué a casa, comí y me puse a buscar trabajo. Comprendí que si para mi empleador no soy más que un chimpancé que aprieta las teclas adecuadas en los momentos oportunos, mis esfuerzos por crear buen ambiente en la oficina me los llevo a otra parte. Las cosas no se hacen por cojones. Si tienes problemas y te los llevas al curro, para darme esa contestación te buscas a otro, que yo no tengo la culpa de nada.