No se si he hablado alguna vez de mi nuevo centro de actividades extralaborales por aquí. Es decir, ese sitio donde como, duermo, lavo mi ropa y preparo mi comida. Resulta que debido a circunstancias que escapaban a mi control, en octubre, al mismo tiempo que me cambié de curro, tuve que buscarme una habitación porque la que tenía alquilada iba a ser reformada.

El caso es que mi hermano se ofreció para acogerme en su casa y, cuando se le acabó el contrato, tuve la oportunidad de «heredar» su habitación. Y valorandolo, resulta que me compensaba, por cercanía al curro y demás. Perdía un poco de accesibilidad al centro, pero oye, no se puede tener todo. Y aquí estoy, compartiendo piso con dos chicas.

El caso es que, sea por el motivo que sea, nunca he tenido quejas de mis compis de piso. Eso o la convivencia conmigo es fácil. Pero el otro día tuve mi primer encontronazo serio con una de mis compis. No, no voy a entrar en detalles. Simplemente alucino de la gente que no tiene ni idea de lo que supone vivir en convivencia. Porque lo que ha pasado conmigo le pasa a ella (de un modo, que, por decirlo finamente, es bastante más asquerosito) y nadie levanta la voz, ni pone el grito en el cielo ni se lo señala cada vez que ocurre. Y vaya por delante que hay pocas cosas que me dan más asquete.

Es la segunda persona que conozco que parece que mea colonia y caga rosas. Vamos, que todavía tengo que agradecer que se digne a vivir compartiendo piso conmigo. Porque creedme si os digo que el detonante de la bronca es la típica cosa que es la paja en el ojo ajeno. Y claro, pues uno, que es como es, pasa de afearle la viga en el suyo. Pero de momento, por mi parte, se ha acabado el rollo molón. Siempre he hecho cosas por mis compis de casa sin que me lo pidan, en plan detalle. Con esta chica se acabaron. Si quieres un compañero de piso a quien chillarle, vas a tener un compañero de piso. Con todo lo que conlleva.