Y quien me mandaría meterme a mí en este fregado. Separado de mi unidad, con un único compañero cerca de mi, con la radio estropeada. No se escucha nada, salvo el ocasional repiqueteo de un arma por las cercanías. No sabes si de tu bando o del contrario. Lo que es seguro es que, aislados de suministros y sin poder comunicarse con nadie, tu unidad no gasta la munición alegremente. Claro que tampoco sabes si ganas, si pierdes o si empatas.
Avanzas con cuidado. Te cubre el cabo Poochie, cinco metros detrás de tí y un poco a la izquierda. Te da seguridad. Bueno, toda la seguridad que puede darte el saber que si recibes un disparo en la cara, él lo devolverá. O lo intentará al menos. El contacto con el enemigo no ha sido hace demasiado tiempo, y los gritos de «Médico!» de la gente de tu escuadra todavía resuenan en tus oídos.
Y entonces lo ves. En la reunión previa a la misión te explicaron qué el objetivo de esta misión era asegurar un maletín y transportarlo hasta la otra punta del campo de batalla. Y es aquí donde está lo difícil del tema. Tu bando no controla ese extremo. Nunca pensaste que serías tú quien tendría que hacerlo, que otro llegaría antes y entonces deberías cubrirle hasta completar la misión. En fin, o una medalla o un ataúd. A por ello que te lanzas.
Claro que eso no quita para que olvides tu entrenamiento. A menos de diez metros, asomas un poco la cabeza y examinas todas las probables coberturas. Vuelves a cubrirte, trazas una ruta mental y vuelves a asomarte para saber si la imagen que tienes en mente es la misma que la que tus ojos te muestran. Correcto. Te vuelves a esconder, miras al cabo y dices: «Objetivo».
Y sales de tu posición. Mientras avanzas saltando de cobertura en cobertura, casi te sorprendes de no escuchar proyectiles silbando alrededor de tí. Sabes que no eres tan bueno. Por muy en cuclillas que vayas. Por muchas coberturas que vayas cogiendo. Por mucho que apuntes con tu arma hacia las posibles posiciones donde pueda salirte un enemigo. Alguien con buen pulso que haya visto tu carrerita y sepa sumar dos y dos por ver hacia donde te diriges solo tiene que esperar el momento adecuado. Qué leches, no hace falta que sea ni siquiera un francotirador. Hasta un niño de cinco años podría alcanzarte con una piedra. Acabas de convertirte en un patito de feria.
Y el milagro ocurre. No sabes como ni de qué manera, pero alcanzas la posición del objetivo indemne. Alargas la mano y coges el maletín. Y ahora, justo cuando retiras la mano, el cabo Poochie, con visión directa sobre tí, abre fuego. No sabes sobre qué o sobre quien, pero te das cuenta que si ha visto a alguien, ahora mismo ese alguien debe estar muy ocupado rezando a su Dios para no ser alcanzado. Y decides aprovecharlo.
Si tu memoria no te falla, la ruta directa y más corta hacia el otro extremo del campo de batalla ahora mismo está siendo sembrada de proyectiles del arma del cabo, por lo que no parece que sea una buena idea el tomar esa ruta. Decides ir por tu derecha, terreno algo más elevado y ruta algo más puñetera, pero que demonios, cuando te alistaste nadie dijo que esto sería fácil. Todos estos pensamientos pasan por tu cabeza en medio segundo, tras lo cual, empuño firmemente el arma, aprieto los dedos sobre el maletín y, sin encomendarme a nada ni nadie, salgo hacia mi derecha.
Tras los dos primeros pasos, me doy cuenta de un error garrafal que he cometido. Llevar el maletín en la mano no me permite apuntar bien mi arma. Y dado lo escarpado del terreno, es necesario mantener las dos manos sobre ella para poder apuntar correctamente. El segundo error es darme cuenta de que no he elegido una ruta, de que estoy corriendo hacia el objetivo sin buscar escondites ni coberturas. Ahora, pienso, si que estoy jodido.
Y es entonces cuando todo se va al carajo. El tango a quien el cabo Poochie dispara. Devolviendo el fuego como puede. Quince metros a mi izquierda, dos metros hacia abajo. La roca sobre la que está reclinado le sirve de cobertura. Y justo cuando pienso en cómo acabar con él, me ve. Y el cañón de su arma gira lentamente hacia mí.
Todos hemos visto Pulp Fiction. La famosa escena donde el colgado del baño sale enloquecido disparando su arma sobre Samuel L. Jackson y John Travolta y no da a nadie. La conclusión que saca Jules (el personaje de Samuel L. Jackson) es que Dios en persona bajó y paró las balas con su infinito poder. Bueno, pues yo no vi a Dios. Quiero decir, no ví UNICAMENTE a Dios. Vi a Dios en persona y a toda la jodida cohorte celestial ponerse delante de mí y desviar los veinte o veinticinco proyectiles que juro que ví salir del cañón del tango. Mientras toda esa tormenta de plomo silbaba a mi alrededor, hice lo único que me pareció que tenía sentido. Levante mi arma y vacie el cargador a bulto, con una mano, sin apuntar.
Y dejé de escuchar los impactos a mi alrededor.
Claro que era el último enemigo que quedaba y pude alcanzar la base enemiga. Las risas alegres de mis compañeros y enemigos me siguieron mientras alcanzaba el punto neutral para recargar bolas de pintura. Mejor esa ronda que la anterior, en la que ví venir el pelotazo que me dió en toda la máscara. Despedidas de soltero. Ven y cuentalo.
Esta bien que cuentes esta historia tán heroica, pero también deberías contar cuando estabas a 20 metros de distancia y vi tu culito en pompa asomando por un árbol. Todavía recuerdo tus grititos de nena 😛
¿Como que bolas de pintura? ¡Que eres de Bilbao, joder!
@Homenajeado: Es mi historia y la cuento como quiero. Y no fue un «gritito de nena». Fue un alarido recio, viril y masculino como no he dado en toda mi vida, cabrón. ¬¬
@Jake: Si, pero es que las piedras de 200 kilos no se encuentran en cualquier parte…