(No, esta no es la mía… es una foto de flickr…)
Cocinar me relaja. Bueno, matizo. Cocinar cuando tengo tiempo para hacerlo me relaja. Me parece una tarea que exige una cierta concentración y que para disfrutar consumiendo el plato preparado exige también disfrutar de su preparación. Ojo, no digo que para freírme un huevo tenga que ponerme en la posición del loto invertido. Es, simplemente, que me pongo un objetivo a corto plazo y disfruto al ver los pasos que voy dando para conseguirlo.
Tampoco es que me las de Arguiñano o similar. No. Platos simples en su concepción, pero que casi siempre tienen algún pasito complicado. O que requieren una atención constante. Nada de poner al fuego y dejar: Pasta a la carbonara con setas y champis, tortilla de patata (que pese a lo que puedan decir algunos, hacerla bien es un arte), diversos tipos de arroz con pollo, verduras…
Nunca he sido un cocinillas, la verdad. Pero para vivir solo (y sobrevivir) tienes que empezar a desarrollar una serie de habilidades tales como cocinar, lavar y planchar. Y de todas ellas, he descubierto que la que más me mola es cocinar. Y más, cuando empiezas a pillar el puntillo a la cantidad de sal que tienes que echar a cada plato.
Verbigracia, la tortilla de patata de concurso que me salió ayer para cenar. Casi todo el país paralizado con el Farsa-Mandril y yo a mi pedo con una tortilla que, modestia aparte, me quedó de puta madre. Y es que no solo lo digo yo, que lo dicen otras personas que han tenido la suerte de probarla.
Buena pinta tiene, al menos.
En el curro hacíamos, cada cierto tiempo, concursos de tortilla de patatas. No gané nunca, pero no se me daba mal.