El Hombre se plantó en la puerta del establecimiento. Esencialmente no sería muy diferente a cualquier restaurante donde hubiese comido antes. Y el término restaurante para el Hombre abarca toda la escala económica de lugar donde te sirven comida a cambio de una mayor o menor cantidad de dinero: Un tenderete con cuatro lonas en el desierto, cierta cadena de comida rápida (y mala), puestos de perritos callejeros o el más fino -y caro- de todos los restaurantes de San Sebastian.
Mientras entraba, el Hombre observó las paredes del local. No era el sitio más sucio donde había estado. Recordar aquel local kebab regentado por emigrantes pakistaníes de primera generación donde se priorizaba la alimentación sobre la higiene siempre le provocaba un ligero malestar a la altura del diafragma. El que las mesas estuviesen brillantes (y pegajosas) de la grasa que rezumaba todo el recinto o que las cucarachas tuviesen prioridad en todos los cruces con el resto de seres vivos dejó una imagen imborrable en su memoria. Tanto, que de en ese momento en adelante, ese recuerdo marca el límite inferior en lo relativo a condiciones sanitarias en lugares donde alimentarse.
Pero hoy el Hombre ha tenido la suerte de entrar a un sitio donde, excepto las paredes marcadas por el humo del omnipresente y obligatorio purito matador que todos los parroquianos poseen, la higiene ocupa un lugar bastante alto en la lista de prioridades de los propietarios. Quizás sea la hora, pero más allá de las servilletas, palillos y colillas del tabaco que siembran el suelo (aumentando en densidad a medida que te acercas a la barra), el sitio parece razonablemente limpio.
El Hombre no desea dejarse la herencia en la comida. Hoy toca buscar el equilibrio entre los tres factores que busca cada vez que come fuera: Dinero, Calidad y Satisfacción. Y por eso se ha metido en el primer garito genérico que ofrece comida a un precio medianamente razonable. Porque una vez dentro, el Hombre observa la tabla de raciones y, desolado, comprueba que no hay menú del día. Tendrá que comer cazuelitas. Y no son precisamente baratas. Por el precio de una, puede comer un menú del día medianamente decente en cualquier otro sitio. Pero el Hombre es consecuente. Ha entrado a comer allí y no va a salir sin comer.
El Hombre se sienta en la barra y solicita al camarero, que parece que lleva allí desde antes de que se construyera el edificio, una mesa para comer y una cerveza. El señor, mientras sirve dos vinos, cuatro cañas (la del Hombre también) y un martini para el público de la barra, le indica con un gesto vago de la cabeza la zona del comedor. El Hombre, veterano en mil batallas y restaurantes, entiende la mueca como el indicador universal de que se siente en cualquier mesa y espere a ser atendido. No esperaba maitre, guía hasta la mesa, sumiller, camareros y visita del cocinero al acabar la consumición. El Hombre ha estado pocas veces en sitios con distinción, pero empieza a comprender que en los restaurantes caros no pagas la comida, sino las mil y una chuminadas que te cuelan como servicio a 50/60 euros el plato. Y entiende que son cosas que puedes permitirte muy de cuando en cuando para, o bien quedar con el ego satisfecho frente a personas del otro sexo al pagar semejante pastizal, o bien porque te apetece pegarte el capricho de tener a cinco personas pendientes de tus más mínimos deseos.
El Hombre se mueve de la barra a una mesa después de haber pegado un tiento al vaso de cerveza que ahora le acompaña en el trayecto. Elegir mesa también tiene su arte: Nunca demasiado cerca del baño (cuestión de olores), de la cocina (misma razón), de la barra (tráfico de personas que no van a comer) o de la puerta (misma razón). Mientras se sienta, repasa la lista de cazuelitas y decide. Mientras espera que le tomen nota, su mente vuelve a darle vueltas a los diferentes sitios donde ha comido bien o muy bien a un precio razonable. Elige aquel restaurante perdido en aquel pueblito dejado de la mano de Dios cuya carta no era gran cosa, pero la comida era excelente, el camarero muy atento (para un comedor de 10 mesas lleno a rebosar), la decoración muy elegante (pelín recargada, pero nada extremo) y la relación calidad/precio no estuvo para nada desequilibrada.
Entra en escena la camarera. Si el señor de la barra ya estaba allí antes de que levantasen el lugar, el local fue construido alrededor de la señora. El Hombre no puede dejar de preguntarse si tuvieron que apuntalar los cimientos del resto de edificios que conforman el barrio. El Hombre juraría que esta señora tiene su propio centro gravitatorio y, que si no puede ver los satélites, es porque se deben encontrar ocultos al otro lado del enorme corpachón que gasta la señora. El Hombre pide, y una vez la señora gira sobre sus talones, maniobra que, dicho sea de paso, ejecuta con la precisión y elegancia de una bailarina del Bolshoi, espera que no tarde mucho con su comanda.
(…)
El Hombre sale del restaurante. Ha pagado -BIEN pagado- la comida y sale con la sensación de haber comido platos caseros como cuando tiene la enorme suerte de comer en familia. Y es por eso que no le ha dolido ver la partitura y soltar, incluso, una propina. Y cada vez se convence más de que, para el simple acto de comer, la gente se complica mucho. Tanto los sibaritas cocineros como los clientes que creen que haber pagado 600 euros por una comida garantiza el haber comido satisfactoriamente. La culpa no es de los cocineros/restauradores, que son muy libres de poner el precio que les de la gana. La culpa es de la gente que va allí, se zampa cinco platos de menú degustación con raciones mínimas, y todavía tienen la valentía de aplaudir cuando el cocinero sale de su bruñida y plateada guarida para recibir el reconocimiento para su ego. El reconocimiento económico va despues. Y no es el cocinero quien te trae la factura.
El Hombre ha comido suficiente comida fuera de casa como para disfrutar de una comida casera en toda su extensión. Y saberlo. Los menús del día, los döner, perritos, hamburguesas, caterings, bocadillos, buffets libres, etc.. solo consiguen satisfacer la necesidad de alimentarse. Pero el Hombre ha decidido que, si además de cumplir con esa necesidad, se puede disfrutar (a) de buena cocina y (b) de buena compañía, el precio pasa a ser algo secundario. Y más, si se cumplen las dos condiciones antes mencionadas.